Después de los fervorosos sermones de Fidel Castro a nosotros sus discípulos, de los juramentos alrededor de una fogata regada, de los compromisos revolucionarios repartidos a los cuatro vientos con gallardía, de las interminables marchas en favor de la instauración de un socialismo fidedigno, de las consignas de guerra súbditas de una ideología frontal y determinante llegó el día cero, el 11 de septiembre de 1973, en que el Presidente constitucional de Chile Salvador Allende y unos pocos leales defendían La Moneda con todo del brutal golpe de Estado que se venía. Con singular arrojo el presidente anunció la decisión de no rendirse jamás, y así lo hizo. Allende cumplió con sus juramentos peleando hasta el final y yo como socialista revolucionario debía cumplir con los míos y ahí comenzaron mis dilemas, mis titubeos y revisiones filosóficas de última hora. El deber moral de los revolucionarios era marchar a La Moneda a salvaguardar el Gobierno Popular y no dejar botado como a un perro al primer mandatario, como lo habíamos prometido mil veces, ebrios y sobrios. La casa de gobierno de la Unidad Popular era sagrada. Por alguna razón que los historiadores aún evalúan casi ningún revolucionario batalló ese fatídico 11 de septiembre. Todos se paralizaron. Las excepciones se cuentas con los dedos de las manos, de izquierdistas valientes y consecuentes que dispararon en el edificio de OO.PP, en algunas empresas y barriadas y pare de contar. Es más, más del 99,9% de mis compañeros de lucha procedieron a fugarse y esconderse con prisa e intrepidez. Optaron por lo más seguro. Allende murió con su honor adherido al pecho. En mi caso particular casi camino a La Moneda a combatir mas algo me sucedió. Creo que me asusté y en una decisión que considero prudente me oculté hasta el plebiscito de 1988 sin asomar la nariz. Nunca supe donde quedó mi imponente boina del Che Guevara.
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